Sumisión química y depredadores sexuales
Segundo Florencio Jara Peña
Ahora que dispongo de todo el tiempo del mundo, una mañana cualquiera me fui a uno de los baños sauna de la ciudad. Era un día particular y esperaba encontrarlo no vacío, pero al menos con poca concurrencia, pues quería algo de soledad dentro de este tráfago mundano. Al entrar, el calor envolvente y el vapor denso me dieron la bienvenida. Luego de desnudarme, según las reglas usuales de este submundo, me dirigí a uno de los bancos de madera y me acomodé para disfrutar del ambiente relajante.
En el interior, tres hombres de mediana edad, pero con mucho tejido adiposo en las zonas ventrales, conversaban animadamente mientras bebían, al parecer, chilcanos. Tenían toda la facha de burócratas. Sus voces resonaban en el espacio cerrado y no pude evitar escuchar sus chácharas sosas. Alardeaban de sus virtudes de machos conquistadores, hombres de éxito, compartiendo historias de sus logros económicos y adquisiciones materiales. Pronto caí en la cuenta de que todos ellos eran abogados.
Después del tiempo prudencial en que mi cuerpo pudo tolerar el calor de las cámaras, me acomodé en una tumbona, en un rincón apartado del local, a ver si pescaba una siesta. Para esto había llevado unos tapaojos que los utilizo en los viajes en bus. Al poco rato los burócratas se sentaron en una mesa aledaña y la locuacidad de sus charlas me permitió inferir que sí, habían estado bebiendo chilcano. Yo intenté pescar el sueño, pero no sé si en algún momento me quedé dormido y todo fue parte de un mal sueño, pues no podía dar crédito a tanta ruindad humana, o realmente escuché toda la conversación de los tipos.
El alcohol afloja la lengua, esto es cierto. Uno de ellos, con una sonrisa idiota, relataba cómo él y otro amigo salían de cacería las madrugadas de los fines de semana, para levantarse (así es, dijo “levantarse”) flaquitas, “mamacitas” (sí, mamacitas dijo), totalmente ebrias y se las llevaban a un hotel de la Panamericana donde se las tiraban (así es dijo se las “tiraban”), y que al día siguiente ni siquiera se acordaban de sus nombres. Decía todo esto mientras los otros dos celebraban como imbéciles.
El segundo hombre, un poco más joven que los otros dos y con un aire de entusiasmo, hablaba de su reciente aventura. Decía que se había tirado (así es) a una madurita bien mamacita. Para esto se había hecho pasar del director de la carrera universitaria de una universidad local y prácticamente la señora le había llevado a la cama con la finalidad de que le otorguen a su hijo una beca integral para estudiar en la carrera. La dama descubrió la farsa, pero nunca lo denunció. Hasta ahora. Además, se preguntaba el pérfido entre las carcajadas de los otros idiotas, ¿de qué podría denunciarme? La conversación de los cretinos fluía con naturalidad y el ambiente del sauna parecía potenciar la camaradería entre ellos.
Mientras escuchaba sus historias, me di cuenta de que, aunque no me faltaban ganas de agarrar un bate de beisbol, a lo Al Capone, y destrozarles las cabezas como sandías maduras, la maldad humana no tiene límites.
Camino a casa manejaba incómodo, la indignación me había tensado los músculos más de la cuenta, pero eso no impedía que mi cerebro pensara como abogado. Hace poco había terminado de leer una novela negra de una autora sueca, Camila Läckberg, y me había topado con un término: sumisión química.
La sumisión química, también conocida como control químico, es considerada una forma de abuso sexual en la que el agresor utiliza drogas o sustancias químicas para anular la voluntad de la víctima. Esta práctica delictiva se aborda en algunos códigos de Europa como una modalidad de los delitos sexuales.
El artículo 171 del Código Penal peruano aborda situaciones que pueden incluir la sumisión química. Este artículo sanciona el acto sexual con una persona que ha sido puesta en estado de inconsciencia o en imposibilidad de resistir, lo cual puede ser resultado de la administración de sustancias químicas, dentro de estas el alcohol por supuesto.
Pero el caso descrito por el atorrante del sauna las mujeres están en un estado de ebriedad que les impide resistirse, pero no porque han sido puestas en estado de inconsciencia o imposibilidad de resistir por una acción directa de los cabrones. Esto se alinearía más, desde mi punto de vista, con el concepto de “vulnerabilidad química”, donde la víctima ingiere voluntariamente una sustancia (en este caso, alcohol) y luego es sometida sexualmente. Estos casos se abordarían bajo el artículo 170 del Código Penal peruano, que sanciona el abuso sexual cuando se aprovecha de la vulnerabilidad de la víctima debido a su estado de ebriedad (“cualquier otro entorno que impida a la persona a dar su libre consentimiento”, señala el Código).
Creo que claramente se podría efectuar la diferenciación entre sumisión y vulnerabilidad química, es decir si el agresor puso en ese estado a la víctima o si esta ingirió voluntariamente la sustancia (en este caso el alcohol) y luego es sometida. Digo creo, porque hace muchos años que no compro ni leo libros de derecho penal y no sé qué se ha venido desarrollado en la doctrina nacional. De ahí mi ignorancia.
En el caso de la madre, seguramente por necesidad económica, que accedió a tener relaciones sexuales a fin de obtener una beca universitaria para su hijo, podría, al menos creo yo que tengo reservado el bate de beisbol para estos casos, aplicarse el artículo 170 del Código Penal peruano, pues acá se sanciona, entre otros supuestos, el acto sexual en cualquier entorno que impida a la persona dar su libre consentimiento, lo cual incluiría situaciones donde la víctima, mayor de edad, es inducida a error sobre la identidad del agresor. En este caso, la mujer fue engañada sobre la identidad de la persona con quien accedió a tener relaciones sexuales, lo que impidió su libre consentimiento. Creo que el término “entorno” es una puerta muy grande que permite el ingreso a una infinidad de supuestos de hecho, claro, siempre que el trato sexual haya sido obligado y no voluntario, como al parecer habría sucedido acá. De haber sido menor de 18 años la víctima no habría inconveniente en calzarlo dentro del Art. 175, como delito de seducción.
Un atascamiento en el tránsito debido a un camión averiado me sacó de mis cavilaciones, pero seguía sin dar crédito a las pérfidas conversaciones ¿o simplemente todo había sucedido dentro de los límites de lo onírico?