Cajón de sastre

ENTRE ABOGADOS TE VEAS (y maldiciones gitanas por el estilo).

ENTRE ABOGADOS TE VEAS (y maldiciones gitanas por el estilo).

Segundo Florencio Jara Peña

Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, cuando estudiaba en el glorioso Ciencias del Cusco, fui a la casa de un compañero que vivía en la calle Hospital, en el casco monumental. Era una de esas enormes casonas coloniales, que se ven hasta hoy día y que no las pueden demoler; con cuatro patios interiores ocupadas por familias cusqueñas, de rancios abolengos, nobles arruinados de apellidos compuestos, pero con el respingo y la dignidad por las nubes (mi compañero apellidada Romainville Puente de la Vega). Es posible que estuviéramos haciendo alguna tarea escolar, no recuerdo, pero lo que si se me quedó grabado hasta ahora fue que salimos al patio, donde había una glorieta de piedra, alertados por una discusión de dos damas, venerables ancianas vestidas linajudamente, que intercambiaban insultos, el uno más ingenioso que el otro, cuando una de ellas, para poner fin a la disputa verbal, gargajeó ásperamente y con los ojos a punto de salírsele de sus cuencas lanzó un anatema: “¡entre abogados te veas!”, escupió tres veces al suelo, con un cuarto salivazo baño con sus fluidos el rostro de su contrincante, y persignándose dio la espalda, perdiéndose en sus aposentos.   

La maldición esta se habría perdido en los meandros de mi memoria si no fuera por Los Simpson.

Durante los últimos 35 años, Los Simpson, una serie animada norteamericana, se ha consolidado como un fenómeno cultural, moldeando el espíritu del tiempo de múltiples generaciones. En el centro de esta sitcom animada se encuentra Matt Groening, el creador del programa que ha sido aclamado como un Shakespeare moderno por su hábil manejo de los arcos argumentales y el desarrollo psicológico de algunos de sus personajes más memorables (este espacio quedaría muy corto para hablar de esta serie). Lionel Hutz es el abogado que habitualmente mete la pata en Springfield, el Macondo de Groening, una figura tragicómica que encarna las complejidades de la naturaleza humana.

En uno de los capítulos, donde aparecía Hutz, me percaté que la famosa frase que democratiza la justicia y que tienen como lema todos los tribunales norteamericanos: “Libertad y Justicia para todos” (Liberty and Justice for all), fue trocada irónicamente a “Libertad y Justicia para la mayoría” (Liberty and Justice for most en el dintel de la Corte de Springfield). Muchos dicen que la frase podría prestarse a mofa, pero no, que en realidad es así, que la justicia no es democrática, que solo es para algunos, que en tiempos de hipocresías cualquier sinceridad parece cinismo. Es como si en nuestro país, en lugar de establecer como un derecho constitucional la igualdad ante la ley, proclamáramos que sólo algunos tienen el derecho de igualdad ante la ley.

Volviendo a nuestro anatema, este habría quedado sepultado para siempre en los pliegues del olvido, pero reapareció en forma de un letrero luminoso visto por Homero Simpson desde la oficina del bueno de Lionel: “entre abogados te veas”. Y vino a mi memoria la escena de aquella disputa verbal.    

Desde tiempos inmemoriales la frase “entre abogados te veas” ha resonado en los pasillos de los tribunales, en los despachos legales y en las conversaciones cotidianas. Su origen se pierde en la bruma del pasado, pero su significado trasciende las épocas y las geografías. A través de los siglos esta expresión ha sido tanto un presagio como una advertencia, un recordatorio de que el mundo legal es un laberinto de intrigas y paradojas del cual no se puede salir nunca (quizás la anciana que soltó la maldición tenía esa visión).

En la España medieval, los abogados eran figuras respetadas y temidas. Su habilidad para manipular las leyes decidía el destino de las personas. Se les acusaba de fomentar conflictos, de enredar los hilos de la justicia en beneficio propio.

En el fondo, «entre abogados te veas», más que una maldición gitana es una advertencia de que, al tratar asuntos legales, uno debe esperar encontrarse con un comportamiento poco fiable, manipulador e incluso vicioso por parte de los abogados. Este estigma que rodea a los abogados ha persistido a lo largo de los siglos y ha contribuido a una sensación general de desconfianza y desdén hacia la profesión jurídica en muchas sociedades. También ha conducido a una situación en la que muchos abogados sienten que están constantemente bajo sospecha, incluso cuando intentan hacer su trabajo lo mejor posible. El resultado es un entorno, donde reinan el cinismo y el escepticismo, en el que los abogados se ven obligados a justificar constantemente sus acciones y motivos.

En el siglo XXI, la maldición gitana sigue resonando. Es cierto que los abogados son indispensables en un mundo legal cada vez más complejo. Sin embargo, persiste la percepción de que su presencia a menudo complica más que resuelve. Los chistes crueles sobre abogados abundan y la figura del letrado ladino se ha inmortalizado en la cultura popular. La estigmatización persiste quizás porque los abogados, al defender a sus clientes, a veces se ven atrapados en un dilema moral en donde el fin justifica los medios.

Muchos sueñan con un mundo idílico y armonioso sin juicios interminables, sin alegatos retorcidos, sin leyes incomprensibles. Ilusos utópicos, pues la realidad es más compleja, el tejido social es variado y complejo, y en este entramado los abogados, los buenos abogados, son los que buscarán alcanzar la justicia, los que lucharán por los derechos de las personas, los que tendrán que defender a los acusados y a las víctimas. Dada la naturaleza humana su ausencia es inconcebible.

Esta percepción negativa de los abogados puede tener graves consecuencias para el funcionamiento de nuestra sociedad. Para mitigar los efectos negativos de este estigma es importante reconocer que los abogados, como cualquier otra profesión, son diversos y complejos, independientemente del lugar que ocupen en la barra (me gusta esta frase utilizada en la jerga legal norteamericana que la hago mía ahora), sea la del juez, la del abogado, la del fiscal, la del demandado, la del demandante, sea cual sea la barra que ocupe, siempre habrán de todo pelaje (sino veamos nomás en nuestra fauna local al abogado que interpretó la “denegatoria fáctica”, o al fiscal que proclamó a los cuatro vientos que la dialéctica procesal es que el acusado debe probar su inocencia, con un aplomo tal de que está convencido que el sol gira en torno a la tierra, y así por el estilo, mandando al carajo los 6 años de estudios universitarios para estupor de los futuros abogados y de pasada a Galileo Galilei y la astrofísica). Si bien es cierto que hay abogados que tienen un comportamiento poco ético o incluso delictivo, también hay muchos, muchísimos, abogados que trabajan incansablemente para defender la ley, proteger los derechos de los desfavorecidos y vulnerables, y promover la justicia y la igualdad. Es injusto y contraproducente pintar a todos los abogados con la misma brocha gorda y perpetuar un estereotipo que es a la vez inexacto y perjudicial.

La tarea es ardua, seguro que correrá mucha agua bajo el puente, pero se debe fomentar, sobre todo desde los colegios profesionales, una comprensión más matizada y precisa de la profesión jurídica.

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