Cajón de sastre

Derecho Penal, Delito y vainas dogmáticas por el estilo

Segundo Florencio Jara Peña

En la era del homo videns la información es abrumadora, para bien o para mal. Google, el buscador informático más utilizado, es el nuevo Abraxas. La información llega también a través de las redes sociales. Precisamente, mediante un grupo de chat me llegó una noticia: “mira, tu pata el Pepe Pollo”, me escribió un amigo. A continuación, el recorte periodístico de un diario capitalino de circulación nacional: “Ingeniero civil cusqueño fue becado en universidades de Brasil, Estados Unidos y Japón. Hoy es profesor en Suiza, habla 6 idiomas. Estudió en el Glorioso Colegio Nacional de Ciencias y se graduó en la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco (…)”.

En la foto se le veía tal y como lo había conocido, un poco avejentado, pero seguía vistiendo como un gamberro, con jeans y zapatillas. El genio. Fuimos compañeros hasta tercero de secundaria, pero amigos de toda la vida. O hasta que se mudó al extranjero y nunca más lo volví a ver, que es lo mismo.

Vivía con su abuela en Huayruropata, nunca conocí a sus padres. Por esas épocas un profesor de la universidad ya le había medido el coeficiente intelectual, tenía un puntaje de 149. Considerando que la medía está entre 90 y 110, realmente era un genio.

La inteligencia excepcional es un don que a menudo viene acompañado de grandes expectativas. La sociedad tiende a idealizar a las personas con un alto coeficiente intelectual, imaginándolas como modelos de conducta y éxito. Sin embargo, detrás de las mentes más brillantes pueden esconderse almas rebeldes y corazones heridos, luchando por encontrar su lugar en el mundo, por exorcizar sus demonios.

No puedes dejar de ser un gamberro a los 17 años, era su frase. En realidad, gamberro, con toda la carga negativa que lleva esta palabra, no era. Ni siquiera el físico le ayudaba, esmirriado, más bien mediano que alto. Era un contestatario eso sí, sobre todo por su forma de actuar, de pensar y de vestir, siempre en contra de lo políticamente correcto.

Una madrugada nos detuvo la policía, recuerdo exactamente que fue un 28 de diciembre, porque ese día es el cumpleaños de mi padre. Por qué fuimos detenidos, no recuerdo. Por más que trato de desempolvar los pliegues más oscuros de mi memoria, pero no sé si fue por no portar nuestros documentos o por un extraño incidente en que, en nuestra borrachera, confundimos unos finos platos de porcelana con quesos de Azángaro.

Aquél día yo estaba preocupado, no tanto por la rabieta que se pegaría mi padre como regalo de cumpleaños, sino por un examen final que tenía ese día. Tenía una matrícula condicionada y estaba obligado en aprobar ese curso: Derecho Penal parte general. Si reprobaba ya podía estar despidiéndome de la universidad. Para mayor inri, el docente no ayudaba en nada. Se pasaba hablando en clases de que “el verbo rector nuclea el tipo” (han pasado tantos años y no olvido esa frase), lo bueno es que nos dejaba fumar en clases, pero no aprendimos la materia, solo a hacer volutas en el aire.

Estábamos en un calabozo de la Comisaría de Wanchaq. El ambiente estaba impregnado de un olor penetrante, una mezcla de sudor, desinfectante barato y una sutil nota de miedo. Era un cubículo estrecho con paredes de un gris sucio, marcadas por el paso del tiempo y los innumerables grafitis de ocupantes temporales. En un rincón, una pequeña ventana con barrotes permitía la entrada de un hilo de luz natural, ofreciendo un cruel recordatorio del mundo exterior. El mobiliario se reducía a dos bancos de metal fijados a la pared y un retrete sin tapa que emanaba un olor a mierda constantemente.

En este escenario desolador, a pesar del entorno deprimente, aprendí de Derecho más que en todos los 6 años de la carrera.

Sin importarle mi aprensión me preguntó qué es el delito. Le dije que es una acción o conducta que está prohibida por la ley porque causa daño o peligro a la sociedad, que son castigadas por el sistema legal, como los casos de robos, asesinatos y violaciones. Algo así. Él, que estudiaba ingeniería civil me dijo, no cabrón. El delito es el acto típico, antijurídico y culpable. En seguida me dio una explicación de cada una de estas categorías dogmáticas. Después de dos horas de charla, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y me dijo: ten, todo está acá. Era el libro de Jiménez de Asúa, “La Ley y el Delito”. Editorial Sudamericana, 1981. Parecía una novelita de Corín Tellado. Era el segundo libro que me regalaba. El anterior fue “El hombre mediocre”, de José Ingenieros. Podría decir, huachafamente, que estos dos libros marcaron mi vida, pero mentiría, lo cierto es que tuvieron alguna importancia en una época de mi vida.

Continuó con su perorata y me dijo que tampoco me creyera a pie juntillas la vaina esta de la dogmática, pues muchas veces la justicia no siempre se encuentra ahí. La ley es una herramienta creada por humanos y, como tal, puede ser imperfecta. Puede haber casos en los que adherirse estrictamente a la letra de la ley resulte injusto o inmoral. En tales situaciones, es esencial que te inclines siempre por la justicia, aplicar la ley con un sentido de humanidad.

En seguida me contó que su abuela estuvo a punto de ir a la cárcel y él a Marcavalle (1). La viejita había alquilado un departamento que tenía en Mariscal Gamarra a un funcionario municipal, pero este resultó un bribón de la peor calaña. Hacía seis meses que no le pagaba la renta, ni tampoco quería desocupar el piso. Así es que un día, aprovechando que el canalla había viajado a Quillabamba, acompañó a su abuela y sacaron todas sus cosas al descanso del edificio, cambiaron las chapas de las puertas y ocuparon la vivienda. Fueron denunciados por atentar el derecho de posesión. Su abuela fue condenada en primera instancia y obligada a restituir el departamento al pillo de marras. A nuestro genio le formaron causa para mandarlo a la correccional. Al apelar su abuela solicitó audiencia con el presidente del Tribunal y cuando le hubo explicado el caso, el magistrado le dijo simplemente que no se preocupara y espere la notificación. La absolvieron. En otras palabras, me dijo el genio, mandó a la mierda esas vainas dogmáticas.

Salí a tiempo para dar mi examen a las 6.00 de la tarde. Sería la primera vez que me felicitarían por haber obtenido la nota más alta en una evaluación y no me correrían de la universidad.

(1) Era el nombre del reformatorio de menores en la ciudad del Cusco.

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