Luis Edgardo Figueroa Montes
Médico patólogo clínico.
Director de Medicina del Laboratorio www.medicinadellaboratorio.com
En estos días, un suceso familiar ha generado en mi mente muchas reflexiones. Muchas veces, cuando miro a mis hijas me viene a la mente una imagen que no puedo dejar de pensar: un ave que, por primera vez, siente la fuerza de sus alas y, ante la llamada de un horizonte desconocido e infinito, se lanza al viento. Este momento tan emotivo y lleno de temor, ese primer vuelo, ese acto de valentía y fragilidad marca el comienzo de su vida independiente, lejos de sus padres y del calor de su nido.
Recuerdo aquellos primeros días de sus vidas, cuando el hogar era su único mundo, su refugio seguro. Cada llanto, cada sonrisa, cada paso que daban era parte de nuestra protección, de cuidados constantes, donde nada ni nadie podía interrumpir ese espacio sagrado de su niñez. Sus padres eran el viento bajo sus alas, el nido que las abrazaba. Sin embargo, ahora el destino las llama a volar lejos, tan lejos como los sueños que han cultivado y anhelado; tan lejos como la necesidad de explorar este vasto mundo les permita.
Esta imagen del ave saliendo del nido siempre me ha tocado el corazón. Cuando el viento la empuja, cuando sus alas batallan con la incertidumbre del aire por primera vez, es imposible no sentir una mezcla de orgullo y dolor. El ave no sabe si caerá o si alcanzará a volar. Solo sabe que tiene que intentarlo. Y ahí, en ese primer intento, en ese paso hacia lo desconocido, está el reflejo de todo lo que hemos sembrado en su vida: la confianza, la valentía, el deseo de vivir y triunfar.
Una de mis hijas, como esa ave, está viviendo este momento. A sus 18 años, está lista para desplegar sus alas. Un nuevo país, una nueva ciudad, un aire diferente, un idioma extraño y una cultura distinta serán ese cielo que deberá conquistar. Y nosotros, sus padres, la dejamos volar. La observamos partir, y aunque nuestros ojos y corazones se llenen de nostalgia, sabemos que este es su tiempo, su momento. Ha llegado la hora de desafiar los límites que el nido, nuestro hogar, le ha impuesto. Aunque sé que, como el ave, siempre buscará regresar al nido para descansar, ese primer vuelo marcará su libertad y su camino hacia un futuro que ella deberá construir.
El mundo está lleno de desafíos y posibilidades. Recuerdo una frase que dice: «Cada uno se pone sus límites; cada uno es quien define las cadenas de sus aspiraciones. El límite entre tu futuro y tu destino eres tú». La vida de los jóvenes es tan breve y tan intensa que, a veces, parece que todo el universo cabe en el deseo de conquistarlo de un solo bocado. Esa pasión por la vida, esa urgencia de crecer, es algo que solo los jóvenes tienen. Esta generación busca resultados en muy corto plazo y es menos tolerante al fracaso.
Como padre, sé que mi hija siempre volverá a su hogar, que nunca perderá sus raíces, esas que aquí sembramos. Sé que, incluso en este vuelo, nuestro amor la sostendrá. Cada vez que regrese será como un ave que se posa de nuevo en su nido, pero con alas más fuertes, con historias de cielos lejanos, con la sabiduría que solo el tiempo y la experiencia pueden dar.
Y aunque el viento de la vida la lleve lejos, la golpee, la haga caer, la enfrente al frío intenso o al calor insoportable, nuestro amor siempre será el nido al que puede volver. Porque, aunque las aves algún día vuelen lejos, nunca dejan de ser parte del hogar que las vio crecer. Y aunque el mundo parezca inmenso e inabarcable para su espíritu impetuoso, siempre encontrará su camino de regreso, donde las alas descansan, donde el amor es un refugio que no conoce de distancias, y donde siempre y para siempre tendrá amor, calor y paz.
Para mi Samarita, con mucho amor…
Para complementar este testimonio, comparto esta historia:
Había una vez un árbol frondoso que creció en una colina, vigilando el horizonte con paciencia infinita. Un día, una pequeña ave construyó su nido entre sus ramas. El árbol la protegió del viento, del sol abrasador y de la lluvia, mientras veía cómo el ave crecía fuerte y curiosa.
Un día, el ave se posó en la rama más alta y miró el horizonte «Es hora de volar», dijo con un destello de emoción en sus ojos. El árbol sintió una punzada de tristeza, pero también orgullo «Ve, pequeña, el viento te llevará lejos, pero mis raíces siempre estarán aquí para sostenerte» dijo el árbol.
Y así, el ave partió, surcando cielos infinitos, explorando lo desconocido. Pero en cada estación, cuando la nostalgia de casa la invadía, volvía al árbol, a ese lugar seguro donde siempre había un rincón para descansar.
Moraleja: No importa cuán lejos vuelen, las aves siempre saben dónde está su verdadero hogar.