| Por: Miguel Arturo Seminario Ojeda
Historiador, director del Museo Electoral y de la Democracia
de la Dirección Nacional de Educación y Formación Cívica
Ciudadana del Jurado Nacional de Elecciones
Hay figuras que muchas veces resultan controvertidas para quienes juzgan su conducta fuera del tiempo que les tocó vivir. Es el caso de Bartolomé Herrera, al que hemos visto en varios textos y artículos en que se le menciona como un hombre que no entendía la realidad de su tiempo, cuando en realidad sucedía lo contrario.
Bartolomé Herrera Vélez fue un filósofo y político conservador, de tendencia antiliberal y, dentro del clero, una figura eminente, al punto de considerársele como uno de los peruanos más destacados durante la décimo novena centuria, falleciendo bastante joven en Arequipa el 9 de agosto de 1864.
Había nacido en Lima el 24 de agosto de 1808, como hijo de Manuel José Herrera y Paula Vélez. Nuestro personaje quedó huérfano desde 1813, e inició su formación intelectual bajo la dirección de su tío materno, Luis Vélez. Herrera fue sacerdote y abogado, fue cura de Cajacay, Ancash; director de la Biblioteca Nacional en 1839, y al año siguiente cura de Lurín.
Su protagonismo
En febrero de 1823 ingresó al Real Convictorio de San Carlos, en Lima, siendo evidentes sus aptitudes para el mundo religioso, por lo que el rector del convictorio, Manuel José Pedemonte, impulsó esta manifiesta vocación. Por sus ideas tuvo que enfrentar sospechas que lo sindicaban como un opositor contra el primado del Papa, pese a que resultaba evidente su inclinación por las ideas de la Restauración francesa y su antiliberalismo.
En 1839 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, organismo cultural que fuera fundado por el general San Martín al inicio de su Protectorado, y un año después obtuvo el curato de Lurín. En 1842 leyó su tan comentado Sermón por acción de gracias por el aniversario de la Independencia, en el que se manifiesta su pensamiento político.
Bartolomé Herrera fue docente en la Universidad de San Marcos, traduciendo él mismo -del francés- los manuales de krausismo alemán, ingresados a la universidad por su gestión. Para algunos resulta controvertida su propuesta de postular a un grupo reducido, que era el que debía estar tomar las riendas administrativas de la nación, a lo que da en señalarse como la «soberanía de la inteligencia», aparentemente en contra de la «soberanía popular», propiciada por los liberales Francisco Javier de Luna Pizarro y José Gálvez Egúsquiza. Sin embargo, no era así.
Bartolomé Herrera había ganado experiencia política como diputado por Lima, tras su elección en 1849, llegando a ser presidente de esa cámara. En 1851 asumió la Dirección General de Instrucción, durante el gobierno de José Rufino Echenique; y al año siguiente fue nombrado ministro plenipotenciario ante las cortes de Nápoles, Turín y El Vaticano.
Posteriormente fue titular de los ministerios de Justicia e Instrucción Pública, Gobierno y Relaciones Exteriores. Nombrado obispo de Arequipa, tomó posesión de su sede episcopal el 6 de enero de 1861 y falleció en 1864, en pleno ejercicio de su cargo.
La soberanía de la inteligencia
Cuando Bartolomé Herrera hablaba de la soberanía de la inteligencia se refería a los más capaces, al margen del color de las personas, de sus ideas o convicciones. Su propuesta estaba más allá de ser elitista, pues no proponía un gobierno de militares o de blancos, o de costeños, sino de gente capaz de administrar el Estado, así como se propugna actualmente, y se procura la formación académica de líderes y de personas con una base cognitiva y amplia experiencia para llegar al parlamento y a cargos municipales, regionales y del Ejecutivo, y en todas las esferas del gobierno.
Para Carlos E. Álvarez-Calderón Ayulo, en una conferencia dictada en el Círculo de Estudios de Derecho Constitucional del Perú, el 23 de agosto de 1947, destaca que “Bartolomé Herrera fue “un peruano extraordinario que se empeñó en reformar el destino de su patria. Anheló con pasión cegar la fuente de lágrimas que había inundado a la República. Hubo de retirarse decepcionado e incomprendido; su voz desoída; su ideal tergiversado. . . El problema, sin embargo, permaneció latente. ¿Qué hacer con la patria? fue y es la interrogación de las generaciones auténticas. No presumida, sino responsable, la nuestra exige el derecho a formular la pregunta y experimenta la necesidad de resolverla”.
La aristarquia o aristocracia del saber, en el sentido que lo propugnaba Bartolomé Herrera, no tenía carácter excluyente, sino que era una motivación para elegir a los más capaces, a los más preparados y no a aquellos que, invirtiendo económicamente por la captura del poder, llegaban a cargos para los que no estaban preparados; y lo proponía porque amaba a su patria, que desoía el llamado que en 1833 hiciera Francisco Javier de Luna Pizarro, de emitir un voto responsable, un voto informado, para no elegir a ciegas a los menos capaces.
Las denuncias contra el gobierno de los incapaces se notan incluso en las caricaturas, y no solo en diarios de la época, por eso Herrera propugnaba el gobierno de los más capaces, de una élite preparada para gobernar y no de una élite racista. Proponía la formación de cuadros de personas con habilidades para la práctica de un buen gobierno.
Herrera se refería al gobierno de gente con habilidades, destrezas y experiencia; a personas con capacidad de resolver problemas, pensando en la finalidad social y hacer grande a la nación. Un gobierno de los más capaces.