
| Por: Guillermo Alfonso Uribe Lengua
Administrador y creador de contenidos del grupo de Facebook «Iqueños en la Historia»
Siempre pienso que me siento dichoso y afortunado de ser de esa generación intermedia de entre los 40 – 50 y los 60 con 70, y digo esto porque haber nacido en 1959 y haber tenido 3 hermanos hombres mayores, Javier, Ferruco y Tito, ya me daba cierta escuela que fui acumulando a través de los años.
Escuela en la que fui alumno aplicado, ya que grabé en mi mente todos esos buenos momentos y que hoy comparto con ustedes en mi columna de todos los lunes a través de este diario.
Soy de esa generación que asistía al catecismo del santuario de Luren, o esperaba por las noches los “alto padrino” para poder agenciarme de unos soles
Hasta hoy todavía retumban en mis oídos los motores de la recordada planta eléctrica de la calle Loreto; todavía sigue en mi recuerdo, con enormes ventanales y pintada de rojo. Siempre me preguntaba cómo podía Beto García descansar, o los vecinos que vivían cerca de ella.
Soy de esa generación que por las noches asistía al Coliseo Municipal de Deportes a ver el campeonato de selección y competencia de basketball.
Soy de esa generación que esperaba el embolado para entrar al estadio y aplaudir a don Adolfo Donayre y a “Muy Muy” Franco.
Hoy, cuando pago el agua y la luz por aplicativo, recuerdo con mucha nostalgia y les cuento a mis hijas que soy de esa generación que abría la puerta cuando los fines de mes pasaban los cobradores de los servicios de luz y agua, con sus maletas de cuero llenas de recibos y de monedas. Había un señor de apellido Rosas, medio moreno, que vivía en la cuarta cuadra de San Martín; con el tiempo supe que le decían el sordo Rosas. Luego también salía a cobrar un flaquito de bigotitos, que vivía -creo- en la calle Dos de Mayo, en esa cuadrita que da entre La Mar y Paita.
En el agua potable estaba la señora Malqui que, al igual que los cobradores de luz, recorría las calles iqueñas cobrando los servicios.
Soy de esa generación que iba muchas veces a la chacra, de vacaciones, cuando venían mis primos de Lima y nos íbamos a Callejón de los Espinos, donde por las noches se alumbraban solo con lamparín o vela, y por las mañanas -muy temprano- pasaba una señora en burrito dejando el pan artesanal de leña. Casas de caña revestidas de barro y pintadas de blanco; así eran las antiguas casas en la campiña antigua.

Soy de esa generación que, por las mañanas, mi madre me mandaba a comprar kerosene con mi galonera para llenar el pomo de vidrio de mi cocina antigua, o a comprar carbón cuando por las tardes se ponía a planchar con su pesada plancha “gallito” y escuchando su novela El derecho de nacer, que por las tardes transmitían por la radio; o salía a recibir la leche por las mañanas, esa misma leche que mi madre la vertía en vaso y al día siguiente se cortaba e iba acompañada de miel. Era el mejor manjar de mis tiempos.
Crecí yendo a la panadería del barrio a comprar el pan y a la pulpería (así se les llamaba a las tiendas) a comprar un paquetito de mantequilla; nombres como Clinic, Camay y cigarros Inca me eran muy comunes.
El pisco se compraba por mulitas, y era un aguardiente fuerte.
Soy, dichosamente, de esa generación intermedia que creció escuchando música en las rockolas del bar de Chiruca y el Samoa, tenías que meterle un sol y escoger tu disco, las teclas de la izquierda eran letras y las de la derecha números, por ejemplo, A1 era Marabú, de Lucho Barrios, y así podías escoger canciones de Danny Daniel, Iván Cruz, Leo Dan y muchos cantantes más de la época.
Los de la generación de los 40 y 50 se enamoraban con canciones de Roberto Ledesma «Camino del puente me iré…. a tirar tu cariño al río …. mirar como cae al vacío, y se lo lleva, la corriente; …un hoyo profundo abriré, en una montaña lejana (…)»; o con canciones de Charles Aznavour, como «Yo sé muy bien, que un día yo despertaré, y para mí, el sol no brillará, el amor que te di no será ya tu amor, por mi bien…por mi bien (…) y, por tanto, yo no te dejaré de amar… y, por tanto, yo no te dejaré de amar.
Luego aparecerían The Beatles, los Rolling Stone, Queen, con la crema y nata del rock de los 80’s.
Soy de esa generación que aprendió a leer no sólo en la escuela, sino también en la plazuela Barranca, alquilando revistas ya conocidas o también las famosas revistas de letritas y de bolsillo, de vaqueros y del western americano; no tuve calor de carpeta, pero sí de banca.
Soy de esa generación intermedia, amigos míos, que vieron jaranear a sus familiares con tocadiscos de la época y con discos de 33 r.p.m., e infaltable era El Cofre de los Recuerdos de los Embajadores Criollos; canciones como: Hilda, Zenobia, Caballito blanco, Perfidia, Víbora y muchos valses más que ponían a bailar a nuestros padres, a nuestros tíos y a nuestros abuelos.
Soy de esa generación dorada amigos míos, de esa generación que compraba el arroz y el azúcar en papel de despacho, de esa generación sin celular, de esa generación que creció escuchando los clásicos silbidos para darnos la voz entre los amigos del barrio, y cada barrio tenía su propio silbido que los identificaba.
Soy de esa generación del Parque de Luren, de radio Independencia, de Radio el Pueblo, de Radio Regionalista, de Radio Sur Medio, de Radio Oasis que a las 12 del día pasaba el Ángelus.
Soy de esa generación que escuchaba el pito de la COPSA y ya sabíamos que era la hora para prepararnos a llevar la portavianda a nuestro padre que salía a trabajar, o era el aviso para ir al colegio.
Soy de esa generación que cedía el asiento a los mayores en los ómnibus azul y rojo.
Soy de esa generación de la que ya vamos quedando pocos, de esa generación dorada, de esa generación que me dio muchos amigos y que, de a pocos, estamos partiendo.
¡Soy de esa generación dorada y qué orgulloso me siento!