LA VOZ DE LOS BICENTENARIOS

| Mg. Juan Carlos Romaní Chacón

Presidente del Comité Patriótico Bicentenario

de la Independencia del Perú – Provincia de Ica

Conmemorando los 244 años del nacimiento del Libertador San Martín:

25 de febrero de 1778 – 2024

El cadete José de San Martín

Salvar a las jóvenes naciones de América de este destino sin esperanza, hacerlas independientes y capaces de librar su propia grandeza, fue la tarea casi sobrehumana que lo atrajo irresistiblemente. Se convirtió en él en una vocación religiosa, en una idea fija. Ya había pagado su deuda con España y los honores que ella le otorgara carecían de sentido para él”. Para el futuro del Libertador, la hora de la decisión había llegado y urgido por el “serás lo que debes ser o no serás nada”, eligió un camino que fue consecuencia natural de la lealtad que siempre había tenido para consigo mismo. Años después, en julio de 1820, al despedirse de los habitantes del Río de la Plata, con motivo de iniciarse desde Chile la expedición al Perú, evocaría ese momento crucial de su existencia con palabras tan sencillas como expresivas:

“Yo servía en el ejército español en 1811. Veinte años de honrados servicios me habían atraído alguna consideración sin embargo de ser americano. Supe la revolución de mi país, y al abandonar mi fortuna y mis esperanzas sólo sentía no tener más que sacrificar al deseo de contribuir a su libertad”.

Soldado de una monarquía en crisis: de cadete a teniente coronel

En 1783, don Juan de San Martín, su esposa Gregoria Matorras y los cinco hijos de ambos partieron de América rumbo a España, donde aquél debía agregarse al estado mayor de la plaza de Málaga. Ya todos en la península y corrido un lustro, el hijo menor, José Francisco, como cadete del regimiento de Murcia se incorpora el 21 de julio de 1789 al ejército real, en el que presta servicios hasta el 4 de setiembre de 1811 y del que se retira con el grado de teniente coronel de caballería. Durante veintidós años y medio, como bien lo señala José Luis Busaniche, sus servicios castrenses a la monarquía estarán condicionados por la política que la rama española de los Borbones practica en los últimos años del siglo XVIII y en los primeros del XIX. Adolecente de apenas quince años, en 1791 interviene en el sitio de la africana Orán; entre 1793 y 1795, ya graduado de subteniente participa en la guerra mantenida por Carlos IV contra el gobierno revolucionario de Francia; 1797 y 1798, ya teniente, los pasa luchando a bordo de buques españoles contra la flota británica del Mediterráneo; en 1801, sirve en la guerra contra Portugal, en «la Guerra de la Naranjas», y a partir de 1808, como capitán primero y como teniente coronel después, combate con denuedo y fama contra los ejércitos napoleónicos invasores. Sin exageración, podrá decir, en carta dirigida a Bernardo O’Higgins el 20 de agosto de 1822: “mi juventud fue sacrificada al servicio de los españoles”.

A nuestro San Martín le toca luchar por las banderas de una monarquía decadente, por una monarquía que, ya sea desempeñada por Carlos IV, ya por Fernando VII, en nada recuerda, si de la espada se trata, al Carlos de Habsburgo vencedor en Mulhberg, y si de la política se habla, al católico Fernando V de Aragón. Los dos Borbones, padre e hijo, serán los tristes protagonistas de la farsa de Bayona. Mientras tanto, Napoleón Bonaparte practica el juego de monarcas de recambio: un primer ofrecimiento a José, rey de Nápoles; después un intento de reconciliación con Luciano; en tercera maniobra, dirá a Luis: “He resuelto poner un príncipe francés en el trono de España”. Desde 1789, Europa está viviendo un tremendo proceso revolucionario que tiene su epicentro en Francia. Es aquí donde se enfrentarán dos tendencias bien definidas respecto de la metodología con que debe desarrollarse ese proceso: la jacobina y la, corrido el tiempo, denominada girondina. Los partidarios de aquella creen en la posibilidad de revolucionar a Francia sin que esto deba necesariamente relacionarse con el resto de Europa; parecen creer que las fronteras naturales les darán seguridad que buscó Shin Huang – Ti para China con la Gran Muralla.

Como bien señala el historiador Roberto Marfany, para el mundo hispánico hay en estos momentos dos tiranos: uno en el interior, Manuel Godoy; otro, el invasor, Napoleón. El capítulo de cargos contra la dinastía de Borbón, personalizándolo en su valido Godoy, es tremendo. El 13 de septiembre de 1808 dirá el Cabildo de Buenos Aires en un informe a la Junta Central: “La corrupción de los ramos todos del Gobierno ha llegado a su último término. La prostitución se ha hecho tan escandalosa como insoportable. En la administración de justicia se procede sin sujeción a las leyes: la policía no reconoce reglas; la Real Hacienda se maneja sin economía y con criminal indolencia; la milicia no se rige por su Ordenanza y nada dista más que de observarla y cumplirla. Todo es un trastorno en esta parte de la Dominación española y un desorden que lleva tras sí la ruina de la América del Sur.

“Sea la distancia que nos separa, sea el asilo o protección que ha dispensado ese mal hombre árbitro de la Monarquía, la América en muchos años ha tenido que sufrir jefes corrompidos y déspotas, ministros ignorantes y prostituidos, militares ineptos y cobardes. La conveniencia propia ha sido el norte y guía de sus operaciones. El bien del Estado y la felicidad de la Nación se ha mirado como quimeras y sólo se ha hecho uso de estas voces sagradas para encubrir la maldad, fomentar la estafa y sacrificar los pueblos”. Desde ese magnífico puesto de mira que en tiempos de paz es para un militar el cuartel, San Martín ha seguramente abarcado en toda su dimensión la crisis política de la dinastía borbónica. Y hasta él han llegado desde Buenos Aires las noticias del triunfo sobre el invasor inglés tanto en 1806 como en 1807, prueba cierta a la vez que del coraje criollo, de la aptitud del pueblo rioplatense para enfrentar por sí solo y con posibilidad de éxito tanto la contingencia del ataque inesperado como la embestida franca y formidable. Con la invasión francesa todo cambia súbitamente en España: del cuartel se pasa al campamento y en cada tienda de éste funciona una logia castrense. Los combates y batallas se suceden con suerte varia; ínterin se está en permanente estado de deliberación.

Como militar, San Martín participa desde el primer momento en la lucha contra el invasor. Así, actúa en el ejército de Andalucía junto al general Castaños, y si el combate de Arjonilla le permitirá distinguirse por su coraje, la casi inmediata batalla de Bailén le deparará una medalla y el ascenso a teniente coronel. Pero como Napoleón está todavía en situación de no aceptar derrotas, no deja correr mucho tiempo para lanzarse sobre España con un ejército de 300,000 hombres. Mientras José I se afianza en el trono, lo logrado por los españoles en Bailén se va perdiendo en Burgos, en Tudela, en Espinosa y en la gran derrota de Ocaña. La Junta Central ha desaparecido; el Consejo de Regencia que la sucede no inspira confianza y unas improvisadas Cortes se reunirán en una porción del territorio no ocupada por los franceses, pero ya sitiada. No hay margen de maniobra para los ejércitos regulares y sólo pueden actuar los guerrilleros españoles.

La hora de la decisión

“Treinta y tres años tenía San Martín -dice Samuel W. Medrano- a mediados de 1811, después de la batalla de la Albuera, y más de veinte de continuada milicia, tres de los cuales en una guerra que no fue solamente combatir con las legiones del capitán del siglo, sino también obligada actuación en el centro de aquella conmoción social provocada por un levantamiento sin precedentes, en que todo un pueblo acompañaba a las tropas regulares en la lucha “por la causa”, como él mismo decía; y que alcanzaba en el orden interno, cada vez con dimensiones más agudas y multiformes, la extrema gravedad de una crisis política y religiosa”.

El panorama político era por demás confuso y el futuro no permitía alentar muchas esperanzas. Día por día hacíase más evidente que, en caso de recuperarse la independencia nacional, no sería probable que se volviese al antiguo régimen político y que con él retornaran instituciones tenidas por obsoletas.

Su decisión hará posible para América una Independencia que dará su razón definitiva al Descubrimiento, así como las naciones surgidas por obra de aquélla se constituirán a la postre en la máxima justificación de esa gesta impar que hizo la cristiandad hispana por obra de la Conquista y de la llamada comúnmente Colonización. La opción formulada por el hombre americano inevitablemente acrecentaría la tragedia del español europeo residente en el Nuevo Mundo.

Su tierra nativa había perdido la libertad a manos de Napoleón y ahora América iniciaba el proceso independentista y, con él, su separación política de España. Bajo sus pies sentía conmoverse hasta desaparecer esa tierra repartida en dos continentes y que consideraba propia. Más paradojal se presentaría la realidad para el nativo de España que, mientras luchaba en su amada patria por la recuperación de una independencia nacional que juzgaba como un derecho inalienable se negaba tozudamente a reconocer que esa independencia era también un derecho natural para el hombre americano.

Dispuesto a enfrentar a uno y a otro, y hechos a la luz del día los trámites pertinentes, en setiembre de 1811 dejaba José de San Martín para siempre la tierra de sus padres.

Se dirigía a América haciendo escala en Londres, “a fin de presentarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar”, según su decir contenido en la careta al general Castilla antes mencionada.

A impulsos de un decidido espíritu americanista comenzaba, pues, la epopeya sanmartiniana.

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