El año que se inundó Ica (o la venganza de los Apus).
Segundo Florencio Jara Peña
Una antigua investigación, entre policial y literaria (creo que más pesó mi malhadado don de la observación, que algunos llaman simplemente curiosidad), me condujo a la Plaza San Martín, en Lima, en busca de un último eslabón que me permitiera cerrar un circulo que hacía años permanecía abierto, por el que, algunas veces, mis noches las pasaba en blanco.
En aquella bulliciosa Plaza, donde se dan cita personajes de todo pelaje (desde avistadores de ovnis, pasando por economistas que tienen las fórmulas mágicas para las crisis mundiales, hasta Superman), destacaba un mendigo, de edad indefinida, quien deambulaba como un fantasma desamparado. Su vestimenta harapienta, como una segunda piel de andrajos, colgaba de sus hombros huesudos de carnes magras, pero aun firmes. El sol implacable había desvanecido los colores de su ropa, dejándola en un tono grisáceo. Su rostro, surcado de antiguas cicatrices, escondía la historia de incontables penurias; destacaba, debajo de la mugre y las barbas grasientas, una pátina andina donde se manifestaban líneas de sabiduría. Sus ojos, oscuros y cansados, parecían guardianes de secretos ancestrales. Los transeúntes, en su prisa, apenas le prestaban atención. Pero algunos, al mirarlo, sentían una conexión con el pasado, con los Apus andinos.
“Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue el año que se inundó Ica”. –Decretó el loco con su voz cavernosa-. Estábamos sentados en una mesa de una fondita cerca a la calle Quilca. Engullía la hamburguesa como si no habría comido en años, mientras yo lo escuchaba atento.
Era 1996 o 1997, no recuerdo exactamente, cuando llegó un campesino quechua hablante, anciano ya, al estudio jurídico, en Cusco, donde me iniciaba como abogado litigante. Temeroso, como si lo estuvieran siguiendo, denunció que en su comunidad, desde que tenía uso de razón, cada año se mataba a un niño por sorteo. En los corrillos abogadiles corría este rumor nunca confirmado. Quería denunciar estos hechos a las autoridades.
Chapimarca era una remota comunidad andina que vivía bajo la sombra de una tradición ancestral. Cada año, en el solsticio de invierno, los campesinos se reunían en el ruedo de toros, frente a la capilla en honor a la Virgen de la Asunción, patrona del poblado, para llevar a cabo el sorteo de los Apus. A simple vista, parecía un evento festivo, pero, en realidad, era una ceremonia macabra que determinaba el destino de uno de los suyos. La gente se congregaba con nerviosismo y en sus rostros se marcaba la incertidumbre. El presidente de la comunidad sostenía una caja de madera tallada. Dentro de ella, había pequeñas piedras numeradas. Cada familia tenía una piedra con su número y todas las piedras se mezclaban en la caja.
El sorteo comenzaba al atardecer, justo antes de la puesta del sol, cuando la nostalgia hacia presa de los corazones. El presidente sacaba una piedra tras otra, anunciando los números con solemnidad. Las familias mantenían la esperanza de que no les tocara. Pero todos sabían que la suerte era implacable. Ese año la familia Monge estaba especialmente ansiosa. Don Teodoro, el patriarca, sudaba frío mientras sostenía a Eleodoro, su pequeño de seis años, quien pese a su corta edad ya había aprendido a temer a los Apus. Su madre rezaba en silencio, implorando a la Virgen Asunta que la piedra elegida no llevara el número 27. Cuando el presidente anunció este número fatal los Monge se miraron con horror. Elico, que así llamaban al niño, comenzó a llorar, aferrándose a su madre. Don Teodoro, quien de pronto pareció haber envejecido 100 años, tragó saliva y arrastrando los pies se acercó al presidente comunal. Dicen que cuando el viejo Teodoro recibió el enorme cuchillo de mango de piedra negra masculló: jijunagranputa. La suerte de Elico estaba echada. La tradición dictaba que la familia del elegido debía sacrificarlo en la cima del Yanaccacca. El sacrificio aseguraría la fertilidad de los campos y la protección de los Apus. Esta siniestra costumbre tenía raíces profundas que se entrelazaban con la historia y las creencias ancestrales de los andes. Aunque las fuentes exactas se habían perdido en el tiempo, se decía que la tradición se habría originado hace siglos, cuando los antiguos habitantes buscaban la bendición de los Apus. En los inicios el sacrificio se realizaba con animales, pero con el tiempo la tradición había evolucionado hacia el ritual humano. La elección de la víctima se basaba en un sorteo, donde cada familia contribuía con una piedra numerada. La piedra elegida determinaba quién sería el sacrificado. La creencia era que el alma del elegido se uniría a los Apus, convirtiéndose en un intermediario entre los Dioses y los mortales. De esta manera, la comunidad aseguraría su bienestar y protección. Cuando alguien se negaba a participar, la comunidad reaccionaba con una mezcla de desaprobación y temor. Los ancianos recordaban historias de tiempos pasados, cuando aquellos que desafiaron la tradición sufrieron consecuencias terribles: malas cosechas, enfermedades o accidentes mortales inexplicables. Se decía que algunos de los elegidos habían huido de Chapimarca, buscando refugio en otras comunidades o ciudades. Pero las fuerzas telúricas los perseguían y, tarde o temprano, cobraban su tributo. Aquella vez la sangre no se mezcló con la tierra y el Yanaccacca, el Apu tutelar de la comunidad, rugió con estruendos que hizo temblar la tierra. Los Monge habían incumplido la sentencia de los Apus.
Al final no denunciamos nada porque el comunero, que ofreció volver (“más lueguito papay, cutiramusac”), nunca más se apareció por la oficina.
El año que se inundó Ica llovió como en los tiempos de Noé. En la sierra fue peor. En Chapimarca, las lluvias llegaron con furia. Los ríos crecieron, los campos se inundaron y el Apu Yanaccacca gruñó con furia. Los campesinos recordaron el antiguo trato incumplido: ofrenda a cambio de protección. La tierra cedió y el Apu Yanaccacca se deslizó como una bestia que despertaba de un largo sueño. La comunidad de Chapimarca quedó sepultada bajo toneladas de tierra y roca. Murieron 121 comuneros. Sólo algunos pudieron escapar. Desde entonces, el cerro permanece en silencio, su ira aplacada pero no olvidada, esperando cobrar, tarde o temprano, su ofrenda impaga.
Cuando el loco se iba calle abajo, sus harapos no impidieron que los rayos del sol se reflejaran en una piedra negra que sobresalía de uno de sus bolsillos.