Cajón de sastre

La cifra negra

Segundo Florencio Jara Peña

Un evento académico me había convocada a la ciudad de Lima. No recuerdo cuáles fueron los temas abordados, pero de seguro que fueron jurídicos. Lo cierto del caso es que congregó, como ponentes, expositores, presentadores, inauguradores y demás personalidades, a las intelectualidades más descollantes del país, así como también a funcionarios de las más altas esferas del sistema de administración de justicia. La sede era un lujoso hotel que prestaba todos los servicios, cuyos gastos fueron sufragados por una ONG que auspiciaba el evento.

Abrumado por el sopor del verano limeño y la sosa charla del expositor de turno, decidí, antes de quedarme dormido en la butaca, recluirme en el cafetín (o como se llamen ahora estos lugares) en busca de una bebida helada. Para esto escogí el lugar más apartado del bar. A un costado mío, separado por una especie de tabique de madera finamente artesonado, se hallaba la zona “solamente para personas importantes” (zona “VIP” por sus iniciales en inglés). Sus ocupantes, quienes vestían muy formalmente trajes exclusivos y de marca, no habían reparado en mi presencia difuminada tras el biombo. Eran algunas de aquellas personalidades destacadas que reunidos en torno a una mesa venían conversando de lo más amenamente, pues de tanto en tanto el estallido de sus risas retumbaba en el ambiente vacío. Tengo dos defectos malsanos que no pocas veces me han generado algunos problemillas: uno es mi instinto irónico (si tal instinto existe) que lo confunden con el cinismo o la pedantería; y el otro es mi don de la observación (si se le puede llamar don). Precisamente jalonado por mi redomada curiosidad decidí quedarme a oír (la nitidez no podía ser mejor) aquella conversación, para saber qué pensaban esos ilustres personajes a los que solo tenía la oportunidad de ver sus nombres reflejados en la carátula de un libro erudito, leer sus entrevistas en los diarios o escucharlos en la televisión. Para sorpresa mía, el tema que los abstraía no tenía nada que ver con el evento, eran temas triviales; la formalidad había quedado en algún lugar entre el estrado y ese lugar. Al fin y al cabo, eran de carne y hueso como nosotros los comunes mortales, expelían eructos y ventosidades, con toda seguridad. Eran tan igual a cualquier grupo de machos fanfarroneando sobre “las cosas de la vida”, sobre las hembritas, las trampitas y demás actividades machistas. Pero, no dejó de sorprenderme aún más el lenguaje coprolálico que se empleaba, podrían haber hecho sonrojar al más desbraguetado inquilino de Lurigancho (1).

De pronto alguien había hecho referencia a una “bajada” (2) practicada a su amante, como quien voltea la página de un diario o piden que le pasen la mantequilla. Ese fue el punto de partida para que otro afirmara, como una verdad de perogrullo, que todos alguna vez en su vida, si se consideraban bien machitos claro, habían participado de un aborto: “son gajes del oficio, compadrito, quién alguna vez no hizo abortar”. “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo”. Fue lo último que escuche que alguno pontificaba, cuando caminaba de retorno al auditorio.

Físicamente estaba sentado en el auditorio, pero mi mente divagaba en muchas cosas. Realmente era cierto que muchas personas podían cometer delitos sin que sean tildados de delincuentes: acababa de comprobarlo personalmente hace unos instantes.

“El delito –como lo afirma el profesor noruego de criminología Nils Cristie- no es un concepto estático o fijo, y cuales acciones son consideradas delictivas varían históricamente y de una sociedad a otra”. En efecto una acción es etiquetada de delito arbitrariamente por el Estado a través del Poder Legislativo, este mismo poder puede dejar de considerar una conducta como delito: el ejemplo más reciente del que tiene registrado mi memoria es el Adulterio o el Desacato. Entonces, delincuente sería, en términos criminológicos, la persona que ha cometido un delito.

¿Será cierto esto? O sería mejor afirmar que delincuente es la persona que habiendo cometido un delito es descubierto y sancionado por el Estado. Claro, en la práctica es así, de lo contrario todas aquellas personalidades que se ufanaban de haber cometido el delito de aborto (3) serían delincuentes, pero no era así; por el contrario, eran los adalides que desde diversos estrados y tribunas luchaban contra el delito y el delincuente, al menos eso se percibía en sus refinados y afectados discursos.

Esto último, la cantidad de delitos no denunciados, tiene relación con la llamada Cifra Negra de la Delincuencia. Las estadísticas oficiales en cuanto a las cifras delictivas se limitan a los delitos que son reportados o denunciados ante las autoridades competentes, pero esta información no es suficiente porque los delitos que no reciben este tratamiento pasan a formar parte de la cifra negra. Las razones por las que algunos delitos no son denunciados dependen de muchos factores y de la idiosincrasia del teatro social en los que tienen lugar. En la Criminología se afirma que sólo entre el 30% o 40% de los delitos cometidos  son denunciados, incluso hacen referencia a una especie de regla general: entre más grave es el delito, más se reduce la “cifra negra”; se dice que  las víctimas realizan, antes de denunciar un hecho, un análisis de costo-beneficio, pues consideran que si la pérdida es pequeña, no vale la pena acudir a las autoridades y perder tiempo y dinero en inútiles papeleos, por ejemplo a quién le sustraen un televisor muchas veces le resulta mucho más caro recuperarlo denunciándolo antes las autoridades que dejar impune el hecho y comprarse otro nuevo.

Pero esto no puede aplicarse de modo absoluto para todos los delitos, por lo menos no para el aborto, a mi juicio, máxime en nuestra sociedad, son cuatro la razones más gravitantes para que los índices de abortos no denunciados sean muy elevados (4): por temor o vergüenza a la investigación judicial, temor de perjudicar al autor cuando éste tiene una relación muy estrecha con la víctima, la denuncia puede afectar o perjudicar a la víctima, y por la presión familiar y social de ser identificadas como víctimas de ciertos delitos que las estigmatizan y las hacen sentir humilladas.

Estas cuatro razones (o sinrazones más bien) se condensan perfectamente en el refrán soltado a colación en la célebre charla del cafetín: Dios perdona el pecado, pero no el escándalo. Pero podría perfectamente quedar modificado del modo siguiente: Dios perdona el delito, pero no el escándalo. Así es nuestra sociedad de doble moral.

(1) Es proverbial ya las lisuras proferidas por el ex cardenal Juan Luis Cipriano en una Escuela Técnica del Ejercito, de manera que no debería causar asombro que entre “machos” hasta los curas sean soeces y procaces.

(2) En jerga significa aborto.

(3) El aborto en el Perú está tipificado y sancionado, en sus diversas modalidades, en los Arts. 114 al 120 del Código Penal.

(4) Unas estadísticas de hace años establecieron que en el mundo se practicaban 43 millones de abortos al año, el 90 por ciento en circunstancias inseguras; es decir, sin las condiciones médicas e higiénicas necesarias para llevarlo a cabo, sobre todo en países en desarrollo. Los abortos inseguros contribuyen el 14 por ciento de la mortalidad de las mujeres en el mundo; razón por la cual 82 mil mujeres mueren al año por esta causa. El Perú no es ajeno a esta realidad.

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