Cajón de sastre

Espíritu navideño

Segundo Florencio Jara Peña

A los unicornios azules


Con diciembre a la vuelta de la esquina, se me ocurrió esta reflexión.

La vida rebosa de paradojas, muchas paradojas. Una de ellas es que las estadísticas sobre la actitud y comportamiento humanos revelan que los índices de estrés en las épocas navideñas son muy altos, el cortisol se dispara exponencialmente, resuma por los poros, hiede en el medio ambiente. Cuando se supone que -en esta fecha- la paz, el amor y la felicidad deberían reinar en el mundo. Pero esto ya no es así desde que el mercantilismo y el consumismo materialista ha ganado terreno en nuestras vidas, fijando las pautas a seguir en cada acontecimiento social sea este banal, épico o religioso; y si a esto le sumamos el uso de las redes sociales, nos da como resultado un algoritmo endiablado. Y de esto no se libran ni los más redomados comunistas.

En una sociedad consumista los medios de producción y comercialización han “recreado”, de acuerdo a sus intereses meramente económicos, el calendario: el año ya no está dividido en meses, ahora cuentan únicamente las fechas en las que los grupos económicos han impuesto, subliminalmente,  que las sociedades celebren algo, de manera que puedan vender sus productos obteniendo pingües ganancias, desde el “año nuevo”, pasando por el día de San Valentín, el día de la Secretaría, la campaña escolar, el repechaje para ir al mundial de fútbol, Halloween, etcétera, para llegar a la Navidad, la cereza del pastel, que es cuando las líneas de ganancias se desbocan en su loca carrera ascendente. Cuanto mayor sea nuestra capacidad de consumo, más felices, en términos materiales, haremos a los que nos rodean. Esto es cierto, lastimosamente.

La imagen que ahora tenemos del rubicundo gordito bonachón, al que conocemos como Santa Claus, es el resultado de una campaña publicitaria del producto de consumo más grande de todos los tiempos: la Coca Cola. Así es, para la Navidad de 1931 la compañía encargó la remodelación de este personaje, que en esa época tenía más la apariencia de un gnomo enano y no muy simpático, para dejárnoslo tal cual lo vemos grabados en los comercios y películas.

De acuerdo con la historia oficial, resulta un misterio por develar si realmente Jesús nació un 25 de diciembre. Se barajan muchas fechas posibles de este acontecimiento, es más probable que aquella sea una imposición convencional nada real. Sucede lo mismo en lo referente a la celebración como una festividad religiosa, parece remontarse a los años 320 y 353 de nuestra era. Lo cierto es que la Navidad actual, como ahora lo vivimos, es una creación del siglo XIX, con el árbol de Navidad, la nieve, los villancicos, las tarjetas de Navidad, los regalos y la opípara cena.

Hasta acá parece una diatriba contra la costumbre mercantilista de celebrar la Navidad que nos han impuesto el comercio y la fuerza de la costumbre, pero no es esa mi intención, pues desde que tengo uso de razón y dentro de las posibilidades de un hogar de clase media (de papá guardia civil y mamá profesora) nuestras navidades también han sido alegradas con algún juguete y sazonadas con panetón y chocolate. Sin embargo, en los tiempos actuales, en este tráfago de lidiar contra el tiempo que implican las compras de los regalos (para el amigo secreto y los familiares más cercanos), el pavo, el champán o los panetones (lo que realmente nos produce estrés), debe llamarnos la atención que el verdadero espíritu de Navidad no es nada de eso.

Actualmente nadie puede negar que la Navidad es una festividad más profana, muchas veces báquica, antes que religiosa: regalos, abundante comida, mucha bebida espirituosa, sobre todo champan y vino. Pero el verdadero dueño de la fiesta, Jesús el nacido, está en un rincón olvidado de la casa, o simplemente no está. Cuando no debiera ser así. Entonces, me pregunto: ¿qué es la Navidad? ¿Será todo aquello? Creo que la respuesta va a ser negativa. La Navidad, de acuerdo con la tradición católica o cristiana, es la celebración del nacimiento de Jesús el redentor, sencillamente. Y esto, para los que tengan bien arraigada la formación judeo cristiana, es muy importante. Se dice, en teoría, que es el misterio más tierno y maravilloso de entre todos los misterios católicos, ya que con este acontecimiento se da inicio a la entrega que Dios hace de Sí mismo a la humanidad para dignificarnos y hacernos participar, de alguna forma, de su condición superior, es precisamente cuando, re encarnado en su hijo, acude al llamado de los necesitados, de los menesterosos, de los descamisados, como parte de lo que se conoce como el Drama Cristológico que culminaría con la crucifixión. Entonces, ese debería ser el verdadero espíritu navideño que tendríamos que sentir y compartir. Por eso se habla de paz y amor, sin cursilerías.

Las mejores historias que han reflejado el espíritu de la Navidad están ausentes de regalos o de abundantes cenas: un alto al fuego en el frente de batalla en el cual los soldados rivales comparten el calor de una fogata y un mendrugo duro en la noche fría; una madre alcohólica y violenta que se reconcilia con sus hijas a quienes maltrataba cruelmente para fundirse en un abrazo de paz y amor. He ahí algunos ejemplos del milagro navideño.

No creo que el espíritu navideño sea compartir el excedente con los más pobres y hacer alarde de este falso desprendimiento, tan sólo en estas fiestas, a condición inconfesada de lograr un cupo en el paraíso o acaparar la atención de papá Dios (y de paso millones de “likes” en las redes sociales). Pero existen, claro que sí, quienes, a lo largo del año, de sus vidas, lo han venido haciendo con la mayor naturalidad y sin necesidad de exponerlo públicamente, y cuando lo hacen, regalar donar o compartir en la Navidad no es un acto afectado, ni simulado, tampoco condicionado, es parte de su particular personalidad, es la acción que corona su gracia natural. Ellos sientan en su mesa cualquier noche invernal, no sólo en navidad, al más desastrado y desaseado mendigo, regalan juguetes a los huérfanos cualquier mes del año, rescatan perros y gatos abandonados, en fin, no esperan de una festividad como la de diciembre para percatarse de los más necesitados. Esos son unos pocos, son excepcionales, de una estirpe muy especial, como los unicornios azules. Y cuando estas personas actúan así, no lo hacen por pura pose. No.

Después de todo, la Navidad es como el rock, no hay que comprenderlo, solamente hay que sentirlo.

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