Segundo Florencio Jara Peña
Ponchito rojo lechucero como yo
(…)
Ponchito rojo, ponchito rojo,
Grato recuerdo de mi linda madre.
No sé si apellidaba Peña o Warthón, tal vez Valenzuela, pero creo que eso no tiene importancia, tampoco recuerdo su nombre, lo cierto es que era grauino. Soy de Chuqui, decretaba orgulloso. Dicen que al final, cuando se han unido los hitos genealógicos, todos en ese pequeño pueblo apurimeño son parientes. Mis padres eran de ese lugar.
La primera vez que lo había visto fue en una redada policial en un billar de la calle Triunfo, en el Cusco. Él se quedó. Supongo que en aquella época ya era mayor de edad y contaba con su Libreta Electoral. Varios muchachitos, incluido yo, que contaba con dieciséis o quizás diecisiete años, fuimos conducidos a la Comisaría que funcionaba en una vieja casona de la calle Granada, muy cerca a la Plaza San Francisco. Con el paso de los días lo vería con más frecuencia en los diversos locales turísticos y discotecas, entre la abigarrada fauna nocturna de todo el planeta que se confundían, una vez que se ponía el sol, en las movidas noches cusqueñas: él, camino a consagrarse como un exitoso cazador de gringas, y yo dando bastonazos de ciego entre la literatura, mis estudios universitarios y el bricherismo, sin saber todavía qué destino coger.
Con su metro sesenta y cinco de estatura resultaba cómico verlo, literalmente, colgado de una gigante nórdica de blanquísima piel, su presa de turno, que contrastaba con su color cobrizo, su negra cabellera, atada en una ordinaria cola de caballo que coronaba un rostro de ángulos filudos e intensos ojos negros, parecía un Túpac Amaru veinteañero. Un auténtico brichero. Pero no todas las veces el cazador se alzaba con una presa y era cuando regresaba a casa con las manos vacías y sin un puto sol en los bolsillos, o tal vez con algunos centavos para comerse con las justas, aquellas madrugadas heladas de vacas flacas, un pan con cebolla remojada, en lugar del pan con bistec que en realidad era lo que vendía el anciano de la carreta en el Arco de San Pedro, al costado del Colegio Ciencias. Ahí, a donde también iba a aplacar los gruñidos de mi estómago vacío con aquel pan encebollado, fue donde trabamos una extraña relación; se podría decir que éramos solo conocidos de andanzas nocturnas. Desde ese lugar caminábamos juntos, cazadores con las manos vacías, por toda la avenida La Cultura. Él continuaba solo hasta San Sebastián, donde decía vivir, y yo me quedaba en Santa Rosa, la casa de mis padres donde tenía un cuarto con puerta a la calle. Era reservado con sus cosas, ambos lo éramos, pero no se cansaba de repetir, como aquellas aburridas letanías católicas, su gran aspiración: cogerse una gringa y largarse a vivir a Suecia. Nunca me explicó el porqué de su fijación con ese país. Pensé que tal vez era por el lugar común de creer que en esos pueblos remotos las mujeres eran liberales. En algunas ocasiones, mientras caminábamos en la desierta madrugada, liberado por el alcohol me confesaba que era de una tierra bravía llamada Grau, era cuando cantaba a capela el famoso huayno Ponchito rojo; en esos momentos yo me sentía el más grande bribón fingiendo asombro, cuando bien que conocía Grau y la cancioncilla de marras. Algún tiempo después lo perdí de vista y dejé de saber de él. Entre tanto yo, solo con mi porfía, continuaba mi rutina de retornar con las manos vacías la mayoría de aquellas madrugadas frías, con frio en el cuerpo y más en el alma, despachándome antes el pancito con cebolla. Me lo imaginé en Suecia, haciendo el amor desaforadamente con una y mil gringas.
Hasta que luego de muchos años lo tuve frente a mí.
Conocí un amigo en Ica que sabe de mis raíces grauinas. Una mañana se apareció con un BMW Serie 3, deportivo, de un seductor color vino tinto y asientos de cuero, bien conservado. Le felicité por la compra y me dijo que si quería uno igual podríamos recurrir, en Lima, a un paisano nuestro, un grauino. Así que le pedí la dirección del vendedor, solo por cumplir la formalidad. En uno de mis viajes a Lima, caminaba por la avenida Arriola, en La Victoria, un lugar infestado de negocios de venta de autos usados, y en el acto recordé al grauino. Di con el local. Se trataba de un negocio muy bien montado, creo que el mejor de la zona, no en vano vendían autos de marcas exclusivas, aún sean de segunda mano. En la oficina principal estaba una mujer de rasgos andinos y llamó a su marido. Lo reconocí apenas lo vi, a pesar de la metamorfósica transformación que tenía al frente. Ya no tenía el cabello largo, ahora estaba casi calvo y peinado, patéticamente, con raya al costado, cuyos ojos negros me miraban detrás de unas gruesas lunas con montura de carey; estaba algo subido de peso y los mofletes le colgaban, a ambos lados de sus labios, como dos paréntesis que encerraban su boca. Vestía muy formalmente. Nos miramos por un instante sin decirnos nada, estuve a punto de confesarle que lo había reconocido, pero desistí.
No sé porque se me vino a la memoria la vez que lo vi en la final de una pelea de gallos. Era uno de los careadores. Ahí estaba, en el círculo de la muerte, con botas grauinas, embutido en un jean ceñido al cuerpo y su clásico ponchito rojo que le cubría únicamente la mitad de su torso, cogiendo a uno de los gallos, acicalándolo amorosamente mientras otra persona ceremoniosamente ataba la navaja en una de las patas del animal. Terminado todo este ritual los careadores y sus gallos quedaron frente a frente esperando la orden del juez para el inicio de la pelea. La lucha fue una verdadera epopeya, ambos animales tenían casta guerrera, en la confusión de las patadas los dos gallos fueron alcanzados mortalmente, uno de ellos tendría que plantar el pico para declarar la victoria del otro. Es cuando cobran protagonismo los careadores. Poncho rojo arrodillado, casi de bruces, soplaba por la espalda al fino animal, tratando que se mantenga de pie a como dé lugar, frente a la tabla del juez que lo separaba del gallo rival. No sé qué artes utilizó aquella memorable tarde, pero su gallo nunca enterró el pico antes de morir desangrado, el otro besó la arena primero. El coliseo coreó eufóricamente al héroe de la jornada a quién una gringa de ojos verdes estampaba un besó apasionado.
No. Ese formal y aburguesado gordito bonachón, casi calvo, no podía ser el Poncho rojo al que yo había conocido.