No sólo de pan vive el hombre
Segundo Florencio Jara Peña
Tendría aproximadamente treinta años cuando lo vi la primera vez. Su rostro redondo y cetrino parecía esconder algo. Sus lentes gruesos, como dos lupas que amplificaban su mirada miope, destacaban en un marco de bigotes hirsutos pero escasos, semejantes a los pelos de los sobacos. Su complexión robusta, similar a la de un castor bien alimentado, completaba el cuadro de una figura que inspiraba un personaje literario, como si la vida misma hubiera decidido dibujar una caricatura de la simplicidad.
Estábamos sentados, ambos, en la última fila del salón de clases del Paraninfo Universitario, en la Plaza de Armas del Cusco. El curso era Derecho Monetario y Financiero, o algo por el estilo. La hora se prestaba más para la molicie que para escuchar acerca de la regulación de la hacienda y la fluctuación monetaria.
Yo, por algún motivo académico, asistía para pagar el cupo obligatorio de asistencias. No podía ausentarme. Pero, me sentaba atrás y me ponía a leer, por lo general, alguna ficción literaria. El día que me topé con el Castor miope estaba enfrascado en las desventuras de Holly Golightly.
Con sus ojos a punto de salirse de sus cuencas y las venas engrosándose en el cuello, me reconvino acremente, con unos gritos en sordina, desde la autoridad que le daba la brecha generacional: qué cómo era posible que le falte el respeto al docente y a mis padres por perder el tiempo con lecturas insustanciales en plena clase. Razón no le faltaba al Castor, no aprovechaba ni al docente ni al autor del libro, pero en las circunstancias descritas no veía otra opción. El resto del semestre aquel me la pasé eludiéndolo, pero me di tiempo para averiguar quién era: su primera profesión era ingeniero de minas y docente en la facultad aquella; tenía un master en docencia universitaria y, además, era perito grafotécnico; político militante de varios grupos.
Con el paso del tiempo el tipo cobró notoriedad farandulera. Fue candidato al CNM; procurador ad hoc en un caso de derechos humanos que llegó a la Corte Interamericana; candidato al Tribunal Constitucional. Candidato a todo lo que haya que candidatear. Un personaje literario, efectivamente.
Después del incidente aquél nos vimos dos veces más.
Estábamos, un amigo y yo, en la antesala de un baño sauna, en el Cusco, cuando se apareció el castor y nos presentaron. No había cambiado casi nada pese al tiempo transcurrido. Yo lo reconocí en el acto, él no. Le llamó la atención un pin que tenía prendido en la solapa de mi saco, un gorro frigio minimalista en alto relieve. Me preguntó si era un Masón o pertenecía a alguna cofradía. Le dije que no. Que la insignia la había adquirido en el baratillo y que tal vez, como en el cuento de Julio Ramón Ribeyro, me abriría muchas puertas no solo acá sino también en Francia. Me sorprendió, debido a la intelectualidad que se arrogaba, que no conociera quién era nuestro más ilustre cuentista. Me sorprendió más cuando afirmó que lo único que había leído del tal “Julio Ramón” era acerca del burrito ese. Caí en la cuenta que para el tipo simplemente no existía la literatura y que con lo del burrito se refería a Juan Ramón Jiménez, autor del retrato lírico “Platero y yo”.
La última vez que lo vi, y que me lo volvieron a presentar, fue en el aeropuerto de Lima. Tenía en mi mano el último número de la revista “Etiqueta negra”, aquella en la que apareció publicada “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” de Oliver Sacks. Curioso como el que más, me pidió ver la revista. Apenas se dio cuenta de que se trataba de una revista literaria me la devolvió mascullando su malestar porque había gentes que gastaban dinero y perdían su tiempo escribiendo y leyendo huevadas, “con el perdón de la palabra doctorcito” intentó restañar la ofensa proferida.
Mucho tiempo después me acordé del Castor, por asociación de ideas por contraste, cuando la importancia de la literatura en la formación intelectual y espiritual fue destacada por el papa Francisco en un documento oficial del Vaticano, a diferencia de lo que pensaba nuestro hombre. El cura argentino afirmó que “la literatura es un medio para acceder a la realidad de manera más profunda y que los futuros sacerdotes deben leer novelas y poesía para desarrollar su sensibilidad y su capacidad para comprender la condición humana, que educa el corazón y la mente”. Esta afirmación se basa en la idea de que la literatura tiene el poder de expandir nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Harold Bloom decía que la “literatura es la forma más elevada de conocimiento humano”. Y así es, la literatura nos permite explorar diferentes perspectivas, experimentar emociones y pensamientos ajenos, desarrollar nuestra empatía y comprensión de la condición humana. Retrata la historia íntima de la humanidad, la que no te cuenta la historia oficial. Las novelas, para el abogado, el sacerdote en formación o cualquier persona común y corriente, son como esas máquinas informáticas de realidad virtual que nos entrenan para la vida. No son puras huevadas.
Además, la investigación científica ha demostrado que la lectura de literatura puede tener efectos positivos en nuestra inteligencia y cognición. Un estudio de la Universidad de Harvard encontró que la lectura de literatura de ficción aumenta la actividad en las áreas del cerebro asociadas con la inteligencia, la empatía, la memoria y la comprensión.
Hasta donde le seguí la pista, el Castor fue un profesional exitoso. Tal vez su éxito se debió a que era un técnico legal, que dominaba al dedillo artículos y códigos, un fabuloso recitador de leyes. Pero estoy seguro de que su visión del mundo era obtusa, plana, sin profundidad. Al no haber leído las grandes novelas, no ha vivido las experiencias de sus personajes, no ha sentido sus dolores y alegrías, no se ha asomado a la ventana del alma humana que es la ficción literaria. ¿Cómo podría entender la complejidad humana si no ha leído a Dostoyevski, a Tolstói, a García Márquez, a Primo Levi, a Oliver Sacks, a Julio Ramón Ribeyro? ¿Cómo pueden comprender la condición humana si no han vivido las experiencias de Madame Bovary, de Don Quijote, de Holden Caulfield? Su visión del mundo se reducía a negro y blanco, sin matices, sin sombras. Nunca vio la realidad en toda su complejidad, fue ciego a la humanidad en su vasto esplendor. Su miopía también era intelectual. No llegó a comprender que la literatura es una herramienta indispensable para crecer y desarrollarse como persona. Que no sólo de pan vive el hombre.