Cajón de sastre

De cómo la bicicleta salvó mi vida

Segundo Florencio Jara Peña


“Pesaba 140 Kilos, tenía obesidad mórbida, con las justas podía mover mi gordo trasero de aquí para allá. Y eso era apenitas la punta de la madeja”. Fue así cómo me empezó a contar parte de su vida.

Ica tiene una geografía envidiable para montar bicicleta, no solo para la agroexportación que va dejando exangüe la napa freática, que en 30 años nos dejará sin agua para nuestro consumo. Su topografía y parajes se prestan para usarlo como vehículo de transporte y, por supuesto, para hacerlo como una actividad deportiva.

Hace un par de años que me dedico a este deporte y me he dado cuenta de que, muchas veces, mi voluntad sobrepasa mi capacidad física, los músculos, todavía, me quedan cortos. En una de mis correrías de entrenamiento, que a veces le llamo de terapia, pedaleaba por un espectacular entramado de carreteras y caminos de trocha que circundan un hotel y viñedo en el que se hospeda gente de dinero. Sus piscos tienen como bandera de insignia un portón colonial.

Mientras rodaba por la trocha que serpenteaba entre exuberantes plantaciones de uvas, cuya fragancia viajaba en el aire que aspiraban mis pulmones, me encontré con un ciclista, vestido con maillot y culote de marca, al igual que el casco y las zapatillas, que pedaleaba vigorosamente en una bicicleta de alta gama, por lo menos superior a la mía. Su postura firme y mirada decidida reflejaban la fuerza y la pasión que lo mantenían joven y enérgico, imposible definir su edad. Me preguntó si conocía algún atajo para subir hacia Cerro Prieto. Yo iba ese día precisamente hacia Cerro Prieto.

En la vasta inmensidad del desierto iqueño, se alza imponente Cerro Prieto, una isla de rocas que desafía la monotonía del entorno arenoso. Este cerro, que dicen que es un Apu misterioso, con su carretera de trocha, cascajos de piedra y tramos de arena, es un reto titánico para cualquier ciclista que se atreva a conquistarlo. Lo recomendable es hacer la travesía en las primeras horas de la mañana, cuando el sol iqueño aún no ha desplegado toda su fuerza. El camino pone a prueba las habilidades del ciclista desde el primer instante. A medida que se avanza, el terreno se vuelve aún más desafiante. Las partes de arena, suaves y engañosas, succionan las ruedas de las bicicletas, ralentizando el avance y demandando un esfuerzo adicional. Cada metro recorrido se siente como una pequeña victoria, y cada pausa para recuperar el aliento es una oportunidad para contemplar el paisaje desolado, pero sorprendentemente hermoso, rodeado de plantaciones de vid, verdes y exuberantes, que contrastan con la arena dorada, ofreciendo un respiro visual en medio de la aridez. El último tramo del ascenso es el más arduo.

Las piernas tiemblan, la respiración se vuelve entrecortada y el corazón late desbocado como caballo chúcaro. La sensación que se tiene al coronar la subida es indescriptible. El cansancio, el dolor y las dudas se desvanecen, reemplazados por una euforia y un orgullo que solo los que han vivido este desafío pueden comprender. Esta trepada es una metáfora de la vida misma. Coronarla no es solo una victoria física, es una conquista del espíritu, una afirmación de que, sin importar lo difícil que sea el camino, siempre vale la pena seguir adelante.

Ambos llegamos a la falda del cerro respirando con normalidad, no obstante que lo había conducido por unos bordos inexpugnables con la intención malsana de hacerle morder el polvo al limeñito. Antes de iniciar la subida, con cierta ironía le dije, convencido de que moriría en el intento, de que no tenga reparos si se adelantaba y me esperara en la cima. Y así lo hizo el bribón. Avanzamos juntos hasta la primera curva, donde hay un arenal. Tuvimos que bajarnos y empujar las bicicletas unos 20 metros. Tomó unos sorbos de su bebida hidratante y se me adelantó hasta que lo perdí de vista. Le di alcance en la cumbre, en el sector de las torres eléctricas. Una vez más mi físico no estuvo a la altura de mi voluntad. Pero eso no opacó la sensación de puta madre que sentí al ganar la cumbre. Siempre es indescriptiblemente maravilloso.

Al retorno me invitó a desayunar en el hotel donde se hospedaba. Tenía 70 años y hacía 10 años que le habían desahuciado. Fue como trepar Cerro Prieto, hablo de mi vida, me dijo. Alguna vez había sido un alto ejecutivo de las ventas de seguros de salud, donde las cifras y las pólizas dominaban su día a día. Me cagaba en plata, recitó sin escrúpulos. Obeso y sedentario, su existencia había sido marcada por la sombra de la enfermedad. Había visto a sus padres sucumbir al Alzheimer y la muerte repentina de su esposa, por un paro cardiorrespiratorio, lo había dejado devastado. Los médicos le habían advertido que él también portaba los genes del Alzheimer, un destino que parecía ineludible. La noche que velaban a su esposa salió a caminar, quería correr como Forrest Gump, pero ni siquiera eso podía. Caminó toda la noche hasta perderse en la ciudad. Sus tobillos elefantiásicos estaban con moretones y sus pies, sangrantes y desollados, habían destrozado sus zapatos. Lloraba más de impotencia que de dolor mientras caminaba. El dinero no es todo en la vida, entonces mandé a la mierda todo, me dijo. Renunció a la comodidad de su sillón y se subió a una bicicleta. Al principio, cada pedalada era un tormento, cada kilómetro un desafío. Con el tiempo, el ciclismo se convirtió en su refugio, una forma de escapar de la sombra de la muerte que le respiraba muy pegadita a la nuca. No se detuvo ahí, el levantamiento de pesas se sumó a su rutina, necesitaba más fuerza para hacer rutas más largas y competir. Los días de inactividad quedaron atrás, reemplazados por sesiones intensas de ejercicio que transformaron su cuerpo y su mente. De la obesidad, que había sido su compañera constante, no quedó ni sombra. Sus niveles de glucosa se estabilizaron y su salud mejoró notablemente. Pero el cambio más sorprendente ocurrió en su cerebro. Los estudios médicos revelaron que su corteza cingulada medio anterior, una región crucial para la memoria y la cognición, había crecido notablemente. Este crecimiento no solo contradecía el pronóstico de Alzheimer, sino que también mejoraba su capacidad mental de manera significativa. Tengo más fuerza y vitalidad que hace 20 años, decretó orgulloso. La obesidad y la falta de actividad física son los verdaderos guardianes de la muerte, te lo digo yo que he visto a la muerte cara a cara, me dijo a manera de despedida en la puerta del hotel.

Si, realmente la bicicleta le cambió la vida.

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