Entre abogados te veas (II)
Segundo Florencio Jara Peña
Hace algunos años atrás me había citado con un amigo para almorzar en un restaurante ubicado en uno de los portales de la Plaza San Martín. Como me sobraba tiempo hasta la reunión, decidí dar un paseo alrededor de esta popular plaza limeña. La mañana hacía honor a Lima: estaba neblinosa y gris.
Al pie del monumento en honor al militar argentino que decretó nuestra independencia, un raleado grupo de personas atendía la perorata de un hombre mayor que vestía desarregladamente, parecía uno de esos tantos orates que deambulaban por las calles. Me uní al grupo no atraído por su discurso, sino porque en el suelo, sobre un viejo poncho serrano (de color rojo), ofrecía en venta unos libros usados. Me puse de cuclillas y comencé a hojear un libro: Historia íntima de la humanidad, de un tal Theodore Zeldin, era una edición española de 1997. Mientras hojeaba el libro, con el rabillo del ojo seguía los movimientos de este singular personaje. El blanco de sus discursos eran los abogados. Me sentí tocado.
“Los abogados que ejercen libremente la profesión son los más severos críticos del sistema –proclamaba- como si ellos estarían al margen de él, cuando lo cierto es que los abogados tienen mucho que ver con la crisis del sistema de justicia, pues ellos son jueces, fiscales, asesores de los diversos poderes del Estado, son un gremio profesional influyente en la vida social y política de un país; entonces, si la administración de justicia está en crisis, necesariamente tenemos que aceptar que la Abogacía está en crisis, y viceversa”. Sonreí al escuchar esta proclama. El viejo continuó “La puñetera palabra crisis, es muy engañosa y se refiere a diversos aspectos, puedo tratarla desde la moral o la ética o de la formación profesional y así por el estilo, dependiendo de mi estado de ánimo o de lo que haya contenido el café que me tomé en la mañana”.
“¿Saben cómo se forman los abogados?” –preguntó a los circunstantes-. “En el Perú no se forman abogados. Se transmiten, mal que bien, conocimientos sobre el derecho y, de manera incipiente y deficiente, a aplicarlo” –me di cuenta, desde el suelo donde seguía el hilo de su conversación, que esa frase se la había birlado a Hurtado Pozo-. “Si este es el punto de partida, no debería sorprendernos la forma deficiente como se ejerce la profesión, desde el ejercicio libre hasta las diversas funciones en la administración de Justicia, pasando por la burocracia estatal y terminar en los diferentes poderes del estado. Los abogados son repetidores fríos de las Leyes, sin margen para el sentido común o buen sentido, con casi nada de sindéresis, y los que tengan a su cargo la formación profesional van transmitiendo, repitiendo ese viejo vicio a los futuros abogados, como estos lo harán a su vez a las venideras generaciones y así sucesivamente como una cadena ad infinitum. El abogado ha dejado de ser hace mucho tiempo el intelectual, en el cabal sentido de esta palabra, que antaño fuera: diligente, estudioso, culto, versado”. –Tragué saliva cuando el viejo terminó de pontificar. Una vez más sentí que me tocaban- “Y ojo que no me estoy refiriendo a un jurisconsulto en el sentido cabal de la palabra, a los versados en la erudición del Derecho y en la crítica de los Códigos o la Filosofía del Derecho, aquellos a quienes se les presentó Themis completamente desnuda para seducirlos y finalmente hacerles perder la razón y dedicarse en cuerpo y alma al estudio del Derecho, esos son especies en extinción”.

Después de un breve silencio, como midiendo el impacto de sus palabras, el viejo continúo. “Si queremos combatir la corrupción, quizás se deba incidir en aumentar las exigencias éticas en la etapa formativa de los futuros abogados. Aunque dudo que esto ayude sino en algunos pocos casos, ya que uno es o no es, así de simple, es como una estirpe a la que cada ser humano pertenece y una buena formación académica o una deslumbrante inteligencia no es garantía de que la venalidad sea desterrada del todo, el bicho está inoculado en los genes”. Algo de razón tenía el viejo, en el Perú abundaban los ejemplos. El discurso continuó. “A esto le sumamos la mediocridad y pobreza intelectual al que se ha visto reducido el abogado en la actualidad. El abogado que, por antonomasia debe ser un profesional versado en letras, no en vano una de las sinonimias de esta palabra es letrado, se ha visto reducido a un receptáculo o archivo ciego de todas las leyes de un Estado, que las irá repitiendo en sus escritos, resoluciones, dictámenes o libros que publique, ya son pocos aquellos que poseen un modesto acervo cultural que abarque información sobre filosofía, antropología, sociología, psicología, historia, literatura, etcétera. Pero, qué podría esperarse si el hábito de lectura es visto ahora como una cosa medieval. Ya nadie lee, ni en las universidades ni en el olimpo donde moran aquellos falsos doctos y sabios con pies de barro, esos en cuyas paredes penden atiborrados sus ostentosos títulos y distinciones académicas adquiridos mercantilistamente, pero que exudan por todos sus poros una mediocridad intelectual abrumante. Sus escritos son insufribles”. –Fue como un gancho dirigido en mi plexo que me vació el aire-.
Repuesto del “golpe” interrumpí su sermón para preguntarle el precio del libro a la vez que me ponía de pie.
Pagué los diez soles que el viejo me pidió y me retiré convencido de que había hecho un buen negocio. El contenido del libro, de por sí poco común, era invaluable.
Mientras dábamos cuenta, mi circunstante acompañante, un abogado de innumerables títulos y distinciones académicas, y yo, del sabroso tacu tacu con su lomo flameado, en mi cabeza las palabras del viejo seguían resonando como un eco.